Revestido, envuelto, tapizado por otra piel. Así anda Julio Chávez por estos días para lo que será la mayor transformación de su imagen en escena. Pero los 270 kilos que debe simular el traje de látex son apenas una anécdota.
Esqueleto adentro hay algo más profundo que contar: el peso del alma, de la religión, de la mirada social y de la propia conciencia.
Grasa, adiposidad, grosor. Quien piense que con el estreno de La ballena (obra de Samuel D. Hunter que el 1° de mayo llegará al Paseo La Plaza) estamos simplemente frente a una pieza sobre la obesidad y al juego del texto con Moby-Dick de fondo, se está perdiendo lo importante. El cuento que fue película hollywoodense en 2022 con el protagónico de Brendan Fraser, llega a Chávez en sus bodas de oro con la profesión, 50 años de meticulosidad, manía por el detalle, búsqueda de la excelencia.
Sin los pliegues ni los colgajos de su personaje, las capas de Julio entrevistado son múltiples. La conversación es para él un bisturí que siempre va a fondo. Cada tema, un órgano, un tejido, una membrana a la que atravesar.
«Quiero aclarar que la película no la vi», dice Julio Alberto Hirsch (tal figura en su DNI), 68 años, y una misión titánica por encarar dirigido por Ricky Pashkus: narrar la vida de un profesor de literatura que apenas puede moverse y elige dar clases por Zoom sin encender la cámara.
-¿Ver la versión cinematográfica te podría contaminar?
-A mí me mandaron la obra de teatro y ahí yo decidí que no iba a ver la película. No tengo curiosidad. Será una manera también de proteger este proceso.
-¿Es incómodo habitar ese traje, ese cuerpo?
-Bueno, es particular, sí, claro. A las dos horas y media ya estás un poco molesto, pero…es importante el contacto de los compañeros con el traje, la dimensión que ocupa. Pero yo te diría que por suerte la situación física de Charlie, el protagonista, es una circunstancia, pero no la protagonista del asunto. Es una persona que tiene mucha dificultad para respirar por su peso, pero lo más interesante para mí es que trascienda el conflicto.
-¿De qué nos habla en realidad?
-Es importante que finalmente entendamos que se está hablando de una despedida, de un reencuentro, de la intención de reparar errores, de quien no acepta su situación sexual en lo social… Del amor y del arte, de ser padre, de blanquear una situación. De las coincidencias o azares, de las cuestiones azarosas que hacen que una persona casada con un hijito, aparentemente heterosexual hasta ese momento, se enamore de un alumno y no sepa cómo articular eso.
-También hay una fuerte cuota de religión…
-Me gusta mucho del material la diferencia que hace entre la supuesta existencia de Dios y la interpretación de la palabra de Dios. Es una división muy atractiva. Se hace mucho hincapié en las instituciones que se ocupan de comunicar la palabra de Dios, pero la palabra de Dios es siempre a través de una interpretación.
-Llama la atención que algunos críticos internacionales de la película interpretaron algo así como que «lejos de empatizar, la mirada se posa en el odio». «Un tinte de gordofobia» se llegó a escribir…
-No es la misión de la obra empatizar con la obesidad. Es como si vos hacés Hamlet y dijeses que no empatizas con los reyes. Podría decir también que el material se agarra con las academias, sí. Me parece que hay que hacer un ejercicio. Lo más importante es que la obesidad no se transforme en la frutilla del postre, que el fenómeno físico no se transforme en el chiche del asunto.
-Hoy, en la era de la ofensa, ¿te condiciona un poco para hacer teatro?
-No. Yo creo que la ofensa es parte de la ignorancia. Si estás interesado en comprender no hay de qué ofenderse. Para discutir tenés que formarte o desarrollar un lenguaje o una mirada. Discutir no es anular, discutir es discutir. Y cuando estás frente a un estreno de teatro estás frente a la apertura de la discusión. Hacer teatro es salir a una discusión también. No estás peleando, estás discutiendo. Por eso el arte es tan maravilloso, porque no intenta nada en relación a la verdad. Ha decidido olvidarse de la verdad para construir algo.
-¿Algún vínculo que hayas explorado con alguien con obesidad mórbida?
-No. Vi algunos documentales, pero no encuentro ningún tipo de estímulo imaginativo en las averiguaciones fisiológicas del tema. El mismo personaje no hace referencia a su situación física, no se queja. El mundo le dice que debería preocuparse por eso. Este hombre ejerce de alguna manera lo que llamamos la libertad. Algunas instituciones le dirían “eso no es libertad”. Ok. Acá hay un misterio, quién es Charlie, qué le pasó, cómo llegó a lo que llegó. Cuando ves una persona con una obesidad mórbida, el vínculo se obstaculiza un poco por una situación física. Una sensación de distanciamiento. De manera que hay algo metafórico también en las capas que todos nosotros tenemos.
-¿Los escudos?
-Todos ocultamos y todos estamos, de alguna manera, distanciados y con una voz interna. Y cuando vos ves el traje sentís una suerte de protección particular extraña. Hay algo metafórico en esa situación de aislamiento y protección.
-¿Antes de un estreno tenés síntomas físicos?
-Como lo planteás es una dulzura, yo diría que es una desesperación, una inevitable vulnerabilidad que no se duerme con los años.
-¿Y después del estreno pasa?
-No. En cada función antes de salir me pasa y me parece que eso está bien, no lo corregiría. No desearía que no me pase. Creo que es lo que tiene que pasar, porque lo que me interesa de eso es cierta advertencia y preocupación por el trabajo. No creer que uno sale a la cancha y que es Gardel. Y en ese sentido, tengo un director técnico interno que sigue muy de cerca al jugador. Soy estricto.
Diario de un perfeccionista
-Le decías alguna vez a Sebreli: «el aplauso corto duele, con el largo no se que cara poner». ¿Qué pasa adentro tuyo en una ovación?
-Hay una criatura interna que inevitablemente está ahí y que llora y piensa si le pasan esas cositas de que si no hay aplausos, o si se una persona se levantó de la función, o si vino tal y no dijo nada, o si te topás con un colega que te dice “ya te voy a ir a ver” y no viene nunca. Es ponerte como un chico.
-¿Eso es vulnerabilidad o es ego?
-No importa, llamale ego o lo que quieras. Da cuenta de lo infantil que podemos ser. Pero yo trabajo con mi vulnerabilidad. Laburo de eso, como de eso, me compré una casa por eso y padezco también de eso. No me voy a hacer el canchero porque no me sale. Soy vulnerable y soy rencoroso, muy rencoroso. Puedo ceder, claro. Entiendo nuestro oficio de tal manera que comprendo que no podés armar un triunvirato de las mejores partes internas.
-¿Cómo es eso?
-Uno tiene adentro. Está el malcriado, el miedoso, el competitivo, el estudioso. En este oficio que a mí me tocó, yo ejercito lo que es el gobierno. ¿Qué es gobernar? En mi pequeño reino, si te ponés muy estricto como gobernante, algo malo va a pasar. Si te ponés muy débil, lábil algo malo va a pasar. Hacer el ejercicio del gobierno no significa que vas a hacer un buen gobernante, pero significa que lo has intentado. Y después, como dicen los griegos, la alfombra roja es para los dioses. Llaman «hybris» a aquel acto que no nos compete a los humanos y que le compete a los dioses (que puede traducirse como ‘desmesura’ del orgullo y la arrogancia).
-Cuando te aproximás a un personaje, cuando lo estás buscando e intentás hacerlo propio, ¿eso supone alguna situación dolorosa?
-No. Sí estoy muy atento ocupándome del texto, de cómo servirlo y de qué está hablando.
-¿Por tu nivel de exigencia te volvés una persona difícil cuando estás por estrenar?
-Cada uno tiene su temperamento y yo estoy muy agradecido del club al cual pertenezco, el de la actuación. Entonces cuando suceden cosas en un ensayo, yo a veces intento, sin lugar a dudas y con mucho respeto, decir lo que siento. Y a veces insisto, y a veces lo hacés con buen tono y de golpe a veces no sale un tono lindo. Si vos sos manicura y sabés lo que es el peligro de una uña encarnada y tu colega no la está viendo, ¿qué hacés? Decís: pará.
-El próximo año se cumplen 50 años de tu primer protagónico en cine, «No toquen a la nena». ¿Cómo es tu percepción del tiempo, sentís que pasó demasiado rápido?
-¿50? Que lo parió. Se siente como que pasó rapidísimo, pero yo no tengo nostalgia. Por suerte. Si Dios se olvidó de darme la cosita esa de la nostalgia, se lo agradezco. Yo no añoro un tiempo diferente al que estoy. Lo que me interesa es el tiempo que no me gustaría perder.
-¿Sentís que lo viviste plenamente o se escurrió?
-Por supuesto que el viaje es cortísimo. Pero cuando me dicen que tengo 68 años, o tal persona tiene 40, pienso cuánto como si yo tuviera ocho. De manera que hay algo en relación al tiempo que no te podría asegurar, estamos hablando de lo mismo pero tenemos percepciones diferentes. Y la clave es que el compañero muy importante de este viaje de la vida soy yo. Y no me he apartado de mí.
-¿Cómo es eso?
-No siento que haya algo en el pasado donde yo me quedé. Yo siento que he hecho cosas, sí, pero no me quedé ahí y no extraño. Creo que lo más importante de mí está en este preciso momento conmigo. Ahora, cuando llegue el momento de tener que irse, imagínate las pocas ganas que voy a tener.
-¿La búsqueda de la excelencia te restó tiempo?
-No, no me restó, absolutamente usé mi tiempo. No siento eso. Es más, me gustaría tener más tiempo para aplicar lo que he decidido aplicar. No tengo la sensación de que me equivoqué en el camino.
-En aquellas extensas temporadas en que no te vemos públicamente: ¿No tenés esa sensación de «se pueden olvidar de mi»?
-No, porque he recibido mucho, y he hecho mucho. Y no soy un esclavo de eso. Por suerte he visto eso que vos decís, que pasa el tiempo y que alguien pasa a ser un objeto no convocable, pero yo he establecido vínculos con muchas otras actividades. O sea que no se pueden olvidar de mí aunque no estoy yo presente. En ese sentido desde los 25, 30 años, muchas veces he renunciado a estar. De hecho, me volví un poco más conocido o popular casi a los 45, 46 años, y a partir de ahí hice nueve series. De manera que, imaginate, he comido mucho de eso ya. Además, veo cómo va la calesita. La calesita toma y suelta, toma y suelta. No siento carencia ni necesidad de nada. He vivido la experiencia de no entrar en la calesita y de entrar también en la calesita
-¿Desechás muchas ofertas?
-Desecho. No muchas, pero desecho. También es la consecuencia de un acto mío de selección. Me guío por lo que me pasa a mí, qué tengo ganas de actuar. Hay hermosas carreras que se arman, justamente, por gente que es muy dispuesta a todo, y está muy bien. Establecen vínculos. Lo que no significa que no me pase como cuando pasás por una fiesta: vos te das cuenta que ahí no estás… Pero no haría nada para ser parte de esa fiesta.
-Se cumplen cuatro años de tu última participación en televisión, «El Tigre Verón». ¿Te parece ya irreversible la situación de la ficción y la televisión abierta?
-No, en algún momento alguien se va a apiolar y va a hacer algo. Lo que pasa es que creo que hay algo muy poderoso que tiene que ver con lo que ha pasado con estas plataformas, arrasaron de una manera muy fuerte. Inclusive muchos productores muy poderosos han establecido vínculos con esas plataformas. Si hoy se quisiese hacer una ficción en la televisión, habría posibilidad. No hay interés. Supongo que el negocio pasa por otro lado. Además, también hay un público que no sé si se va a bancar esperar y estar cautivo los miércoles a las 22 para ver una serie.
-Se pierde el encanto de la espera…
-Algo ha sucedido, que tiene que ver con poder ver cuando quieras lo que quieras, los capítulos que quieras. Antes era precioso: la espera del miércoles a las 22. Eso producía también una unión. Hoy tenemos el aparente beneficio de la autonomía. «Sos libre, elegí lo que quieras, en el momento en el que quieras, lo dejás cuando quieras y te damos lo que quieras». Entonces, vos sos prisionero de un menú que te hace sentir que sos libre.
-¿Cómo es tu relación con las redes sociales ahora?
-Instagram, cada tanto. Y Facebook, al que no abro hace años. Instagram me parece una cosa increíble. El fenómeno de las cosas que uno ve. Que son peligrosísimas también porque en dos segundos te salpicó una expresión. Hay un mundo determinado que dura 30 segundos y para vos viste una película. Vos no estarías 10 minutos con esa misma cosa, estás viendo 10 minutos de muchas cosas. Y así horas. Y eso te hace sentir ágil, que no perdés tiempo. Estás horas ahí agarrado. Y eso también le hace al teatro.
-¿Ese lenguaje atenta contra el teatro?
-En un sentido seguramente atenta. ¿Cuánto tiempo tenés capturada la atención? ¿Cuánto tiempo te van a escuchar? ¿Cuánto tiempo se va a producir el viaje? ¿Qué pasa con el tiempo? ¿Qué pasa con las palabras? ¿Qué pasa con las personas? ¿Qué pasa si no lo interrumpís con cosas para que parezca que pasan cosas? Entender esto empieza también a llevar un espectáculo, a que tengas ciertas ganchos. Entonces los espectáculos se ocupan de tener de ese humo para que vos sientas que no estás perdiendo algo.
-La cabeza del espectador, hoy moldeada por el algoritmo, por la velocidad, por una forma de fragmentación que no deja lugar a la paciencia…
-En redes, en un segundo ves el abrazo de un chimpancé y te comés la escena de la ternura. ¿En el teatro cuánto tiene que transcurrir para esa escena? ¿Para qué voy a tener que esperar al teatro si pasa acá?
-¿Eso es un poco apocalíptico para el teatro?
-El apocalipsis del teatro es una historia de 200 años. Me preocupa más a dónde va a parar la humanidad.