Las vicisitudes de una madre y su hija en unas vacaciones en el balneario homónimo, en la costa argentina, las disputas en esa relación filial, son narradas por la autora con notable franqueza, lo que atrapa desde el vamos y achica al máximo la distancia con el lector, construyendo un relato sobre alguien que “vive” para contarlo, pero que en definitiva lo cuenta para “vivir”, sojuzgándose al acto de escribir por encima de cualquier otra faceta
Juan Aguzzi
Hay que rendirse a la evidencia: Ostende (Bocaspintadas, 2024), la reciente nouvelle de la rosarina Virginia Ducler atrapa desde el vamos a través de un registro íntimo, como si se acompañara bien de cerca a su autora mientras (des) escribe, o cuenta, las vicisitudes de una madre y su hija en unas vacaciones en el balneario Ostende, en la costa argentina, donde el contrapunto entre ambas, es decir, todo lo disonante y lo concordante, comienza a tallarse bajo el peso de las circunstancias y la incierta ilusión de transitar ese tiempo en grata compañía.
En Ostende, la nouvelle, no hay cuestiones definidas donde se dispute el poder en esa relación parental, porque lo que construye su autora son expectativas acerca de lo que puede pasar, de lo que se espera que pase (o no), de lo que se intuye, en un escenario donde todo fluye con nitidez, la misma que impone el mar y el sol, incontrastables, en cualquier zona de playa. La lucha, que es cruel, disparatada y constante, entre madre e hija, es legítima, ocurre por imperio de la tangible libertad que busca la adolescente Sara y del vértigo que provoca en Romina, su progenitora, siempre con algo desajustado en las prerrogativas que cree que su rol conlleva. Entonces lo que surge de esa relación es una serie de pasajes tan contradictorios e indefinidos como rotundos, porque en esa maleabilidad de intereses hay poco de dónde agarrarse y nada aparece incorruptible ni inquebrantable.
En Ostende la aventura es mínima pero expansiva, intensa; la presencia de otros huéspedes en el complejo en el que paran las protagonistas principales va a afilar y tensionar el relato, en realidad va a alterar ese trance de a dos e incluir otros actores para que surjan equívocos y se multipliquen vertiginosamente en un tono cercano a una comedia donde no faltan la frescura y la inocencia, pero tampoco la suspicacia, la insinuación sexual, el sospechoso fallido, envolviendo todo en una pátina reverberante y sugiriendo que nada es imposible en esta historia.
Hay una cualidad no tan fácil de detectar en otros autores y que Ducler maneja con suma destreza en sus ficciones: la sinceridad. No hay nada exagerado en lo que cuenta, por el contrario, existe una franqueza notable que achica al máximo la distancia con el lector y eso se siente, se palpa en la confianza que producen las relaciones entre sus personajes y en su devenir, donde no hay alianzas fraguadas, es decir, impuestas para buscar un resultado (ese impacto tan preciado por los escritores de ficciones). Ese aspecto ya estaba claro en El sol, la primera nouvelle de Ducler (en realidad son dos relatos, el del título y otro llamado La dispersión), donde era lícito preguntarse si se trataba de una autoficción, aunque rápidamente ese interrogante se esfumaba tras el verosímil de la sensibilidad y la entrega con que la autora dotaba a un relato cuya ambientación se asemeja bastante al de Ostende, con pródigas dosis de mar, sol y arena.
Ducler también despliega cierto suspenso cuando el trato amable con los vecinos comienza a convulsionarse mientras la protagonista –y narradora– sopesa su lugar como madre y se pregunta por las virtudes y los riesgos del amor filial, que ha sido soliviantado en, por lo menos, las dos últimas generaciones con claros movimientos de posiciones. Luego sobrevendrá un vibrante erotismo de caricias y roces ocultos que abre a las imperecederas fantasías de un encuentro furtivo con el vecino, una experiencia que una vez revelada se volverá algo grotesca, no quizás por lo parcialmente inconcluso, sino porque hay algo en esa caída libre dispuesta en un trío sexual que Romina rechaza porque no ha llegado allí por sus propios medios, sino impulsada por un mambo de porro y champagne y por liberarse un poco de Sara, que por primera vez tiene una actitud determinante para irse con jóvenes de su edad.
Lo que a Romina la libera primero, la hará tropezar después, porque en el afán de consentir a su niña se topa con las ligeramente anormales conductas de esos vecinos tan dedicados a sacar ventajas del encuentro con esa madre y su hija. Un chico autista, hijo de los vecinos, será luego el detonante para que las rispideces, las broncas, los insultos, los vituperios lanzados como dardos entre Romina y Sara –aunque se continúen indefinidamente– resulten más digeribles que el entuerto provocado por “los de la cabaña de al lado”, aprovechadores de vasto alcance y víctimas de sus propias trampas.
La de Ducler es entonces una escritura traslúcida, donde no hay envés de la trama, sino un devenir para salir a perderse, sin apuntes ni fórmulas, solo dejando salir las imágenes –a las que también suma diálogos diáfanos– y construyendo un relato sobre alguien que “vive” para contarlo, pero que en definitiva lo cuenta para “vivir”, casi sojuzgándose al acto de escribir por encima de cualquier otra faceta. Y esa gracia y ese pulso solo son detectables cuando hay sinceridad.
Ostende (Bocaspintadas, 2024) es el cuarto título de Virginia Ducler luego de El sol (Casagrande, 2016); Cuaderno de V (Mansalva, 2019), y Sólo soy uno que llora (UNR Editora, 2022)