El líquido táctil: la ruptura del canon de realismo está de regresó para poner en evidencia que todo se volvió a romper

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Miguel Passarini

Una serie de capas ficcionales conviven saludable y delirantemente dentro de El líquido táctil, más allá del guiño que supone la obra en su totalidad, una especie de “intangible” del teatro argentino donde fragmentos de piezas y personajes de Chejov reaparecen diseccionados como si quisieran poner en tensión la maravilla que puede resultar para el espectador cuando en escena hay buenos actores (como en este caso), porque de otro modo es imposible repensar esta obra.

El líquido táctil es uno de los emblemáticos textos “rotos” de finales de los años 90 del dramaturgo y director Daniel Veronese, un surrealista homenaje al absurdo (aunque parezca una redundancia), a Chejov y a los maestros de la Escuela Rusa, haciendo alusión directa a Stanislavsky y al valor del “método” incluso, entre más, frente a la supuesta contradicción de la biomecánica de Meyerhold.

Todo en la obra está planteado desde una ironía hilarante y no casualmente está de regreso en un tiempo tan absurdo y tan delirante como aquél que vio nacer la obra, donde todo se volvió a romper, a desintegrar y a vaciarse de sentido.

El material, que surgió originalmente de improvisaciones y que aquí es revisitado por los integrantes del novel grupo local Teatro de Retaguardia, sirve particularmente para homenajear a las escénicas en su forma más visceral, donde la risa y el disparate velan los conflictos de los personajes que por momentos dejan ver sus verdaderas esencias.

“Un actor, más su hermano actor, más su esposa actriz, más un pianista contratado… o una actriz con su marido actor en una relación insostenible, reciben una visita importante… o un hermano que visita a su hermano sin saber con qué se encontrará… o un pianista contratado para sostener lo imposible. Una discusión entre la perra Lassie, el arte del siglo XX y cómo dejar de fumar deriva en un asesinato. El sinsentido de la existencia puede ser su sentido. Nada puede salir mal…”, esboza la síntesis que provee el grupo de trabajo que integran en escena María Laura Silva, Adrian Giampani, Miguel Bosco y el músico-actor Luciano Duri, con asistencia de dirección de Guillermo Calluso y dirección general Cristian Marchesi, además de la fotografía, video y diseño gráfico de Vito Marchesi.

Como ya se sabe, cada personaje de Chejov va acompañado por algo no dicho, algo supuesto y confuso que aquí es materia o disparador. Más allá de que lo que importa es la actuación, confiar en ella hasta las últimas consecuencias, y en esta versión, en todos sus excesos, el desafío que propone Veronese va por el lado de interpelar al autor ruso en sus contradicciones y en la anuencia de algunos de sus personajes de obras, cuentos o relatos.

Entre más, a partir de La Gaviota, referenciada en unos actores que se juntan (no importa si en el campo o en un teatro) para desnudar sus alegrías, tristezas y aspiraciones, como así también en los peligros del monólogo-conferencia titulado Sobre el daño que causa el tabaco, independientemente de que sea una excusa para exponer una de las tantas vidas miserables de sus personajes, o La dama del perrito y su exposición acerca de la complejidad que surge de las relaciones prohibidas.

Pero la clave es otra y pasa por la ruptura o desconexión evidente de los espacios temporales donde todo puede ser todo y nada a la vez: un drama o una comedia, da lo mismo, porque el deseo es concreto y tiene que ver con romper con una idea o forma del realismo que empezaba a tomar cuerpo en el teatro argentino de aquellos años y que, inteligentemente, este equipo de trabajo vuelve a transitar cuando todo está punto de volver a estallar.

El material, como pasaba con su versión original estrenada en la sala Orestes Caviglia del Teatro Nacional Cervantes en 1997 y que abría una puerta a Veronese a una serie de relecturas de la obra de Chejov que produciría en los años siguientes, se sostiene a partir del trabajo de tres actores fabulosos: María Laura Silva (verdaderamente descomunal) como Nina Hagëken (una Nina claramente disruptiva), y Adrián Giampani y Miguel Bosco como los hermanos/ enemigos/actores, acompañados en escena por el músico Luciano Duri, que aporta un aire aún más delirante, desde que da paso de la música incidental con la que recibe al público al clásico ruso “Katiusha” o incluso un chamamé, dejando en claro que estará allí para aportar un universo sonoro que dialogará con cada momento del recorrido de la obra, que en varios pasajes se pierde bellamente en su propia esencia delirante.

Pero además la propuesta, una especie de loop escénico que hace del absurdo, la ironía y el humor negro y disparatado una herramienta poderosa para pensar qué es el teatro y qué implica actuar, vuelve a poner en un primer plano a Cristian Marchesi, un artista que (enhorabuena) no para de darle alegrías al teatro local tanto como actor o director, como en este caso, haciendo un trabajo magistral frente a un grupo de actores notables.

Pero sobre todo, en la extrema confianza de la actuación como lo único que tienen los actores en escena más allá de métodos, recursos, yeites o estrategias, porque en definitiva terminan siendo siempre los verdaderos dueños del teatro. Y en este caso, dejando una pregunta inquietante en la platea: dónde está la verdad cuando todos intentan que la actuación sea vista como una “mentira”.

Para agendar

El líquido táctil se presenta los viernes de octubre, a las 21, en Espacio Bravo (Catamarca 3624). Las anticipadas se reservan a través del +549-341-6046338. IG: @el.liquido.tactil

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