Una vez más, el Congreso de la Nación ha aprobado leyes que buscan aliviar el padecimiento de sectores claramente postergados –jubilados, personas con discapacidad, trabajadores informales– sin reparar en lo esencial: de dónde saldrá el dinero para convertir esos reconocimientos en realidades sostenibles. La escena se repite con una mezcla de cinismo y rutina: discursos exaltados en nombre de la justicia social, votaciones cargadas de gestos redentores y, finalmente, silencio respecto de la verdadera encrucijada: cómo financiar lo que se promete.
La sanción de la ley que otorga un aumento del 7,2% a las jubilaciones mínimas y declara la emergencia en discapacidad se llevó a cabo –como tantas veces– sin observar las normas que rigen la responsabilidad fiscal. Y no se trata de un detalle técnico. El artículo 38 de la ley de administración financiera del Estado nacional es categórico: “Toda ley que autorice gastos no previstos en el presupuesto debe especificar las fuentes de financiamiento”. El texto no admite interpretaciones caprichosas ni omisiones deliberadas. Sin embargo, se ha vuelto costumbre que buena parte de la dirigencia política lo ignore, apelando a mecanismos que, lejos de ofrecer soluciones estructurales, deterioran aún más un sistema que cruje, producto tanto de la ineficiencia en la gestión como de la demagogia.
¿Se puede seguir legislando como si los recursos fueran infinitos? Solo en teoría. En la práctica, se convierte en una monumental falacia populista
En este caso, los legisladores intentaron blindarse ante las críticas de que casi nunca se incluyen en las leyes las fuentes de financiación. En esta oportunidad, incorporaron algunas, pero el esfuerzo fue, en el mejor de los casos, meramente cosmético. Según informes de la consultora Empiria, lo explicitado en la norma alcanzaría, con suerte, para solventar menos de un 10% del costo fiscal de las reformas. ¿Cómo se cubrirá entonces el resto del gasto? Nadie parece dispuesto a asumir ese costo político.
Más grave aún es que este comportamiento se da en un contexto donde el sistema previsional argentino se encuentra en una situación agónica. Hoy, más del 68% de las jubilaciones se otorgan por moratorias. En algunas provincias, como Formosa o Chaco, ese número trepa al 90%.
Valga apenas como otro módico ejemplo lo ocurrido entre agosto de 2023 e igual mes del año último. En ese lapso el padrón de jubilados y pensionados sumó 230.000 beneficiarios. De ese total, el 88,5% –más de ocho de cada diez– correspondió a moratorias, ya sea porque no contaban con todos los aportes o con los años de servicios exigidos por ley.
Legislar sin identificar el debido financiamiento no es un gesto solidario, sino un engaño. Es una ficción legal que, tarde o temprano, se paga con más inflación, más pobreza o más deuda
En marzo del corriente año, el gobierno nacional decidió poner fin a ese régimen de moratoria previsional que ahora se intenta reponer con la nueva ley.
Como ya hemos consignado en estas columnas, otorgar los mismos beneficios jubilatorios a quienes nunca aportaron y a quienes lo hicieron durante décadas constituye una flagrante inequidad. Un sistema basado en semejante injusticia no es inclusivo: es inviable. Y es, en última instancia, un simulacro de justicia sostenido sobre una secuencia de latrocinios fiscales.
La respuesta del Poder Ejecutivo, que anticipó el veto presidencial y la eventual judicialización de las normas en cuestión, ha generado rechazo en ciertos sectores por su tono confrontativo. Pero conviene no perder de vista lo sustancial: no se está discutiendo si los jubilados merecen más, sino si el Estado tiene cómo otorgarles los incrementos sin desfinanciarse. No es una cuestión de voluntad, sino de viabilidad.
Una intención justa no justifica un procedimiento viciado. Si el reclamo es legítimo, también debe serlo la solución
Resulta curioso, pero muchos dirigentes de la oposición que hoy cierran filas detrás de normas reparatorias parecen estar padeciendo una profunda amnesia colectiva. En octubre de 2010, siendo presidenta de la Nación, Cristina Kirchner no esperó muchas horas para vetar la ley que establecía una jubilación mínima equivalente al 82% del salario mínimo, vital y móvil, y que actualizaba el resto de los haberes de acuerdo con varios fallos de la Corte Suprema de Justicia de la Nación. ¿Cuál fue su principal argumento entonces? Que su promulgación implicaría “prácticamente la quiebra no solo del sistema previsional, sino del propio Estado”.
En esta oportunidad, el Congreso decidió también avanzar con otros proyectos que, bajo presión de los gobernadores, reclaman transferencias automáticas a las provincias –como los Aportes del Tesoro Nacional (ATN) y los fondos a los combustibles– sin prever sustitutos para esos recursos en las arcas nacionales. Nuevamente, el mismo patrón de irresponsabilidad: gasto en alza, financiamiento inexistente. ¿Se puede seguir legislando como si los recursos fueran infinitos? Solo en la teoría. En la práctica se convierte en una monumental falacia populista.
No se trata de relativizar las necesidades. Son reales, urgentes y, en muchos casos, acuciantes. Pero la política no puede seguir mintiéndole a la sociedad con actos demagógicos que solo posponen los problemas de fondo y agravan sus consecuencias. La sensibilidad social no se demuestra redactando leyes imposibles de ejecutar, sino construyendo marcos sólidos, previsibles y equitativos que puedan sostenerse. La tentación de aprobar medidas sin fondeo ha elevado la irresponsabilidad legislativa al rango de costumbre.
Otorgar los mismos beneficios jubilatorios a quienes nunca aportaron y a quienes lo hicieron durante décadas constituye una flagrante inequidad. Un sistema basado en semejante injusticia no es inclusivo: es inviable
Bajo la apariencia del altruismo se esconde muchas veces un vil cálculo electoral, que manipula la necesidad ajena para intentar obtener réditos inmediatos. Mientras tanto, millones de ciudadanos –los que aportan, los que pagan impuestos, en definitiva, los que cumplen– ven cómo su esfuerzo se diluye en un sistema desquiciado que premia más la demanda irracional que el mérito.
Legislar sin identificar el debido financiamiento no es un gesto solidario, es un engaño; es una ficción legal que, tarde o temprano, se paga con inflación, más pobreza o más deuda. Y los que siempre terminan costeándola son los mismos que se dice proteger.
Nuestro país necesita leyes enmarcadas dentro de un sistema de políticas públicas adecuadas y razonables que puedan cumplirse. La dádiva con dineros que no existen es populismo fiscal en grado extremo. Una intención justa no justifica un procedimiento viciado. Si el reclamo es legítimo, también debe serlo la solución.