La nueva historia de Marcelo Birmajer: La isla de Gilligan

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Todas las historias de náufragos se parecen, me dijo el intruso. Excepto la de Gilligan, cuyo protagonista se parecía a Carlitos Balá.

Admiré mucho a Balá -comenté-. Cuando muere alguien con ese talento, hay algo de naufragio en quienes lo recordamos. Como si se llevara un continente. En cualquier caso, nuestros protagonistas son Kung Fu, Dos tipos audaces, Simon Templar, Ladrón sin destino y El hombre nuclear. No se permite la inteligencia artificial ni nuevos héroes. Puede participar en sugerir nombre y características del villano, un progresista símil Greta Thunberg, que quiere dominar el mundo; como Pinky y Cerebro, pero sin gracia ni talento. Si no trae ideas al respecto, le ruego continúe su camino.

-Le traigo sashimi.

-Podemos hablar.

-Quisiera que reconsidere la participación de Gilligan en su largometraje hollywoodense. Es cierto que es un personaje de comedia, pero el mundo contemporáneo invita a dividir nuestras parcelas de cotidianeidad en islas separadas unas de otras. Vivir con lo nuestro: ya no un país, sino el pequeño grupo que conforme nuestra mini civilización. Yo quisiera fundar una isla llamada El siglo XX, habitada por no más de siete personas. Quizás en unidades más pequeñas, la permanente imbecilidad de nuestra especie, con su consecuente desastre constante, se morigere.

No termino de seguirlo. Pero páseme por favor un poco más de wasabi.

-Gilligan podría participar, luego del triunfo de nuestros héroes, en la reconfiguración del mundo. Su división en islas. Las victorias nunca son definitivas: no hay un fin de la Historia. Pero existe la posibilidad de administrarla.

“Me llamo Facundo. Casé a mis treinta años con Helena, de quien me enamoré perdidamente. Ella tenía 25. Cuando nos conocimos, yo acababa de inventar un videojuego de un barco a vela. Náufrago, lo llamé, precisamente. Soy guionista de juegos de consola. Por entonces no figurábamos como autores. Pero mi diseño causó furor entre potentados de distintos países y culturas. Por motivos que no vienen al caso, no era un juego popular: sólo para un target de individuos desmesuradamente adinerados. Así conocí a Helena, que lo jugó en casa de un magnate. Nunca se hubiera casado con ella; y en cuanto supo de mi éxito, me siguió. Propuse matrimonio, ella aceptó. Quedaba claro que mi reciente prosperidad era un activo en nuestra relación. Tuvimos dos hijos varones. A los cinco años del segundo, mis acciones cayeron gravitacionalmente, como un piano de un balcón.

“Afortunadamente, solo me aplastó a mí. Helena no se decidía a divorciarse, atenta a si yo retomaba la senda del triunfo. Pero las reglas de juego habían cambiado, ya que estamos en el rubro. Dejó de interesarse en mí; aunque prefería que yo me ocupara de los chicos, y yo no quería apartarme de ellos. Nuestra vida conyugal podía definirse como dos náufragos, varón y mujer, en una misma isla, que no tienen relaciones entre sí. Finalmente una antigua clienta, con isla propia, acercándose a la sexta década, me invitó a que le diseñara un juego personal y a un fin de semana en su isla. Pagaría una fortuna. Pese a nuestra tenebrosa situación con Helena, le comenté el asunto con aprensión. Mi esposa, si me permite llamarla así, pareció despertar de un agónico letargo. Me dijo que por supuesto. Agregó que si Amanda, la contratista, me precisaba por más tiempo, ella, Helena, conseguiría una niñera para que se encargara de nuestros dos hijos”.

“Amanda no prolongó aquel primer fin de semana. Pero lo reiteró. Posteriormente sí, me convocó por varios días, a su isla, sólo habitada por nosotros dos. También Amanda era una fan de la serie. Mirando capítulos en Blue Ray, me invitaba a fungir de distintos personajes. No éramos niños: hacíamos lo que harían hombre y mujer en una isla solitaria, si no fueran los del ejemplo que le comenté. Me disfracé de capitán, de Gilligan y de otros integrantes de la troupe. Amanda sumaba cameos. En casa la situación mejoró notoriamente. De hecho, creo que Helena nunca me trató con tanta consideración como durante aquellos años”.

-¿Duró años? -pregunté sorprendido-.

-Tres temporadas -replicó Facundo-. Igual que la serie.

-¿Amanda falleció? -me escuché preguntar-.

-¡No! -dijo sardónico Facundo-.

En la actualidad se usan inopinadamente los signos de admiración: creo que en este caso, si bien Facundo no exclamó, reflejan lealmente el tono de su repuesta.

-Cambió de serie -detalló-. Gilligan no es la única que transcurre en una isla desierta.

-Nunca entendí Lost -acoté-.

Tampoco yo -refrendó Facundo-. Ni a las mujeres.

-Supongo que Helena dejó de atenderlo.

No, no -me desmintió Facundo-. Cuando Amanda prescindió de mí, ya no tuve ganas de regresar con Helena. A mí tampoco me entiendo. Helena se volvió a casar. Igual yo hago mi aporte. Los chicos ya son grandes.

Terminado el sashimi, sentí la tentación de pedirle que se retirara, para poder seguir trabajando. Pero no quería pecar de ingrato.

-No creo que Gilligan hubiera vivido una historia como la suya -refuté-.

-No podemos saberlo -insistió-. Un privilegio de los náufragos es que debemos aceptar su testimonio sin beneficio de inventario. No era un realitiy. Solo veíamos lo que nos permitían.

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