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En este rincón del mundo entre el Trópico de Cáncer y el Ecuador, a dos horas y media en avión desde Panamá, parecen andar con cierto relajo por la vida, algo desfasados del tiempo tradicional: de los horarios, de los compromisos, de los apuros, del estrés. La vida es esto, la vida es ahora. Y es mejor si se la acompaña con ron y con rumba.
Un poco de encuadre para ubicar la isla de St Martin: con 90 km2, se divide entre dos naciones: al sur, Países Bajos; al norte, Francia. La leyenda indica que el límite se marcó tras una carrera. Un holandés arrancó corriendo desde una punta y un francés desde la otra; este último fue más rápido y, por eso, Francia obtuvo más territorio, el 75%.
Lo cierto es que el tratado que se firmó en 1648 en el Mont des Accords marcó las bases de la sana convivencia en la isla, incluso de pasar libremente –es inevitable hacerlo– de un lado al otro. Hay dos monedas, dos gobiernos, dos lenguas y, sí, también dos estilos de vida.
Las diferencias culturales sí se palpan: el lado holandés, con sus amplios resorts, all inclusive, casinos y comida rápida, está hecho “más al gusto del turista norteamericano”, mientras que al lado francés lo envuelve un espíritu más bohemio, con construcciones bajas y centenarias y callecitas en las que se suceden bistrós, vinerías, queserías y lolos (restaurantes de cocina creole). La gastronomía tiene un peso mayúsculo en este lado de la isla, con 150 restaurantes y chefs que trabajan para convertirla en la capital culinaria del Caribe.
Para los argentinos la forma más rápida de llegar es vía Panamá por la empresa Copa. En cuanto a los requisitos, la visa no es necesaria para ingresar. En la isla hay una sola ruta y solo dos puentes levadizos. Si la recorre por tierra vaya con paciencia porque los embotellamientos son un hecho corriente.
En el norte se percibe una atmósfera de glamour francés. Algunos llaman a la zona el Saint Tropez del Caribe. Hotelitos boutique –nada de gigantescos resorts all inclusive–, tiendas de marca internacional (irresistibles) y casitas estilo gingerbread, construcciones isleñas de madera, bajas, con ventanas y galerías en el frente emparentadas con el gótico carpintero americano. Pero por, sobre todo, la isla se distingue por la oferta gastronómica de gran nivel, que atrae a viajeros que valoran la buena mesa a la hora de vacacionar.
Desde Marigot, la capital del lado francés, se puede llegar en ferry a las vecinas Anguilla y St Barth. En los alrededores del puerto, de viernes a domingos, se monta un colorido mercado de artesanías. A un lado, se puede probar comida local con vistas al mar en los varios restaurantes (lolos) montados para el turismo.
Si la experiencia gourmet es lo suyo, Grand Case no debe faltar en el itinerario. Este destino concentra decenas de emprendimientos para explorar la cocina isleña.
Es interesante llegar hasta allí durante los festejos del Mardi Gras, de enero a marzo, una celebración popular y callejera en la que las mujeres bailan con trajes brillantes y plumas.
Las mejores playas están de este lado de la isla y son exactamente treinta y siete, con aguas absolutamente turquesas. En lo alto de la lista está Orient Bay, una extensa franja de arena rodeada de lujosos hoteles y condominios, ideal para las prácticas de deportes de playa. Muy cerca se desarrolló una flamante zona de restós.
Ahí nomás está la playa nudista. La única condición para ingresar es dejar las cámaras de fotos y despojarse del traje de baño, que no podrá vestir ni siquiera para salir de excursión en gomón. Son las reglas.
Anse Marcel es otra de las playas que hay que conocer. Se llega por un camino de montaña con bellas vistas que conduce a una bahía de aguas tranquilas .
A Isle Pinel se arriba en lancha taxi desde le pequeño puerto de Cul-de-Sac. Son cinco minutos desde la costa hasta una tierra donde solo hay barcitos y es ideal para nadar y hacer snorkel en los arrecifes.
Sint Marteen, el lado holandés, presenta un panorama bastante diferente. La capital Philipsburg, cuenta con aeropuerto internacional, el Princesa Juliana, el único en toda la isla. Los hoteles torre son un contrapeso impactante de la mansa geografía urbana que exhibe la zona francesa.
La ciudad parece otra cuando el puerto de cruceros se puebla de esas gigantescas ciudades flotantes que echan ancla y dejan bajar a tierra a sus pasajeros. Casinos, clubs nocturnos y duty free shops levantan las cortinas y seducen a los fans de la tecnología y las joyas. Las compras son un imán en toda la isla que funciona como una gran zona franca.
Las playas no son el fuerte del lado holandés. A falta de este atractivo, sorprende con un peligroso “juego”. En el parador Maho Bay Sunset Beach Bar, separado de la pista del aeropuerto por apenas por una calle, se puede observar cómo la gente espera la partida de un avión para volar con la ráfaga de aire que provocan las turbinas. La práctica conocida como jet blast es sumamente peligrosa y las autoridades aseguran que puede causar daños físicos graves y extremos, incluso la muerte. Mejor mirar y seguir el consejo de los carteles que prohíben la práctica.
www.st-martin.org
www.vacationstmaarten.com
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