El centenario de su nacimiento, las tres décadas de su muerte, en 1994, y la donación de nuevos papeles al Instituto Cervantes reviven el carácter oscuro y la influencia del escritor que vivió en pijama sus largos últimos años.
La inconfundible voz de Juan Carlos Onetti se escuchó por fin, bajita, asordinada. “Perdonen, pero no voy a poder contestar”. El periodista llevaba un rato esperando respuesta, pero la puerta no se abría y nadie contestaba. “Disculpeme, lo que pasa es que estoy sin dientes, se los presté todos al Vargas Llosa ese”.
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La anécdota, repetida en sobremesas de escritores y periodistas que lo conocieron y admiraron, se parece a muchas que vivieron los temerarios reporteros que intentaron entrevistarlo. Llegaban hasta su departamento, sobre una avenida de Madrid, pero una vez allí debían esperar que Dolly (Dorothea Muhr), la violinista última esposa de Onetti, volviera de su dormitorio con una respuesta afirmativa. A veces, con ese humor socarrón que podía tener a la inmaculada dentadura del Nobel peruano como objetivo. El autor de Conversación en la catedral lo admiraba. Dijo que Onetti era uno de los grandes escritores modernos del mundo. Le dedicó, además, un ensayo valioso, El viaje a la ficción, un análisis literario de la modernidad onettiana y la influencia de Faulkner. Sin ella, afirma el peruano ahí, no hubiera habido novela moderna en América Latina.
Huraño hasta la leyenda, tímido hasta lo antisocial, Onetti rehuyó los ambientes intelectuales, que posiblemente despreciaba. A pesar de eso, y entre varios matrimonios fallidos, uno de los aspectos más transitados de su biografía (y la de ella), fue su romance con la poeta Idea Vilariño. Un amor, y un desamor, que dio algunos de los versos más perdurables de la obra de ella, como “Ya no”. Él le dedicó su novela Los Adioses (1953), la historia de un hombre que llega a curarse su tuberculosis, cruzada con el intercambio de cartas de dos mujeres y un juego literario de mezcla de puntos de vista narrativos, en una afmósfera de densidad creciente.
Onetti vivió entre Montevideo y Buenos Aires, y entre sus admirados públicamente sólo mencionó en vida a un rioplatense, el argentino Roberto Arlt. Siempre escribió. Una frase suya define el carácter hosco del primer uruguayo en ganar el Premio Cervantes: “Yo escribo, nada más”. Fue amigo de Torres García, de quien se están por cumplir 150 años del nacimiento.
Exiliado en Madrid, nunca quiso volver a su país, donde la izquierda no lo quería o, acaso, no pudo perdonarle que no quisiera volver. Como Borges en Ginebra, sus cenizas nutren la tierra de un cementerio madrileño. Fue el autor de un universo llamado Santa María, una ciudad imaginaria ubicada en algún punto del Río de la Plata, en espejo de su admirado Faulkner con el condado de Yoknapatawpha. Lo construyó con una prosa seca, dura, tanto con sus personajes como con sus lectores: capaz de dejarte con el ánimo por los suelos. Una cosmogonía del pesimismo que se alimentó de la grisura montevideana.
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Previa a Santa María, su radical novela debut, El Pozo, publicada en 1939, propone un largo monólogo de un tipo que se queda sin tabaco. En La vida breve, su novela más célebre, Brausen imagina otra existencia posible a partir de vidas ajenas; en El Astillero, de 1961, Larsen vuelve a Santa María y termina enamorándose de la hija del dueño. Juntacadáveres, de 1964, lleva al título el sobrenombre de Larsen, que arma un prostíbulo muy particular. Cómo habrá sido de bohemio, pero sobre todo de punk, el esquivo Onetti, que Juntacadáveres se llamó un mítico bar de punk rock de Montevideo en la post apertura democrática.
En la voluntaria postración de sus últimos años, en Madrid, protegido por Dolly, lo rodearon las novelas policiales, los ceniceros cargados, el humo, el whisky. Dicen que no dejó de leer hasta en el hospital al que llegó a morir, con un libro en la mano. En Montevideo, una plaza (un potrero) lleva su nombre, pero poco más. Un ninguneo que no pasan por alto críticos y periodistas culturales. “En Argentina, hasta hoy sus colegas escriben ensayos sobre él y también en España, pero en Uruguay hay algo raro. Siempre había sido indiferente al poder político pero tuvo amistad con Luis Batlle Berres (a él le dedicó El astillero)”, escribió Adela Dubra, actual presidenta del Sodre, en el semanario Búsqueda al cumplirse veinte años de su muerte. Fue en mayo de 2019, sin actos oficiales y con el Frente Amplio todavía en el poder. Dubra señalaba allí la ausencia de huellas de Onetti en su ciudad natal. Ni una calle, ni una placa en alguna de las casas en las que vivió.
“A Onetti, quizá, no le perdonan su sentido del humor y su ironía. No le perdonan que no haya querido volver. Que votara la Lista 15. (…) No le perdonan que nos retratara con desprecio a todos nosotros, la gente que vive de un sueldo y que tiene un jefe. Que nos haga ver que somos, como sus personajes, seres grises, frustrados. Que nos haga reflejarnos en un espejo como El astillero, pobre gente que vive en una sociedad tercermundista. Desde Marcha escribió: “Estamos en pleno reino de la mediocridad”. Quizá no le perdonan que fuera audaz. Que se mantuviera “apartado de esa consecuente masturbación que se llama vida literaria”. Que rechazara las invitaciones oficiales a volver al Uruguay. Que no quería que ni siquiera volvieran sus cenizas. Algo de eso, o todo junto, es lo que no le perdonan”.
En cambio, instituciones como la Biblioteca Nacional del Uruguay conservan y comparten sus manuscritos, donados por Dolly. Ahora, cerca de cumplir cien años, ella es noticia por otro legado, la donación de cartas y otros manuscritos al Instituto Cervantes de Madrid, que dirige el poeta Luis García Montero, viudo de Almudena Grandes. Días atrás, un homenaje póstumo en esa ciudad la tuvo como protagonista. Abrieron la caja de seguridad 1408 en la imponente sede, que fue un banco, en la zona de Letras de la capital española. Allí depositaron objetos personales del autor, con el que Muhr compartió casi cuarenta años. Fotos, artículos, cartas, ediciones varias, dedicatorias especiales, traducciones.
“Era una de las pocas personas que podía vivir en una habitación acostado con un libro, mientras ‘el resto del mundo no existía’”, dijo Dolly. La violinista, que está cerca de cumplir 100 años de edad, ya ha comentado sobre el exilio en la cama de su pareja. “Yo lo cuidaba a él aunque él intentó convencer a mis padres de que él me cuidaba a mí, para que nos dejaran estar juntos”, dijo. Y también: “Juan dormía, comía, leía y hacía el amor, todo en la cama, poruqe consideraba que ahí era donde pasaba todo lo importante. Pero en realidad, era por pereza”.